¿Son estas las preguntas más importantes?
¿Qué define a una persona? ¿Lo que tiene, lo que hace, lo que produce o lo que es? Tendemos a valorar a las personas por sus logros, sus títulos o reconocimientos, su poder, sus posesiones, sus errores, etc. Y no por lo que son. A veces, así nos valoramos también a nosotros mismos. Y tal vez nos hacemos daño. Dios tiene una mirada penetrante, capaz de ver lo que en verdad somos y eso es lo que define su relación con nosotros. La pregunta es: ¿también es eso lo que define nuestra relación con Él?
Corremos el riesgo de que la mentalidad pragmática contagie la dimensión espiritual de nuestra vida, creyendo que la vida de oración se califica por las cosas que hacemos. En el mes de junio publiqué dos artículos (
primero y
segundo) en los que deseo ahora profundizar desde otra perspectiva
. Nos preguntábamos, ¿qué es lo que Dios ve cuando nos mira? Y estas eran algunas de las respuestas:
Somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. La inhabitación de la Trinidad en nosotros es una realidad viva. Fuimos hechos para vivir en una comunión de amor con Él, en el tiempo y en la eternidad.
Somos peregrinos, con un tiempo limitado de vida, con unos talentos recibidos (el tiempo, la libertad, la vocación y misión personal, tantos dones y gestos del amor personal de Dios a cada uno…), caminamos hacia los brazos de Dios Padre, donde nos tiene preparado un lugar.
Somos pecadores rescatados. La sangre del Hijo de Dios hecho hombre fue la moneda con que pagó nuestro rescate del pecado. Valemos lo que vale la Sangre de Cristo. Y aun así conservamos tendencias e inclinaciones que nos llevan a hacer lo que no queremos (cf Rm 7,18-21)
Somos buscadores de felicidad, de verdad, de justicia y de paz. Cavamos pozos por todos lados buscando agua pura que sea capaz de saciarnos en plenitud.
Somos cristianos, discípulos de Cristo. Él nos mandó permanecer en su amor (Jn 15) y orar siempre (Lc 18, 1 ss) y nos dio ejemplo de oración (Mt 11, 25 ss; Jn 12, 27 ss; Mt 26, 39 ss y paralelos; Jn 17; etc.) Ser cristiano es ser como Cristo que vivía en unión con el Padre y que en su vida siempre precedió la oración a los momentos importantes y a las grandes decisiones.
Algunos somos religiosos y consagrados. Hemos sido llamados a seguirle más de cerca, a dedicarnos de forma particular a alabar a Dios y a ser testimonio de los bienes eternos.
Por tanto, creo que nuestra relación con Dios, nuestra vida de oración, es sobre todo una cuestión de identidad y no de actividad. La vida de oración no se limita a un conjunto de prácticas religiosas que hay que hacer de una determinada manera para “estar bien”. Antes de preguntarse ¿qué rezar?, ¿cómo rezar?, ¿cuándo rezar?, ¿cuánto rezar?, habría que preguntarse ¿qué soy?, ¿quién soy?, y luego obrar en consecuencia: ser coherentes.
De otro modo, si nuestros rezos no corresponden a la verdad de lo que somos, corremos el riesgo de ser falsos, viviendo a base de prácticas farisaicas. (cf. Jn 4, 24; Mt 23, 13-29)
Un marido lleva a su mujer un ramo de flores en el aniversario de su matrimonio. La mujer se sorprende y se lo agradece emocionada a su esposo. Si el esposo le dice: “En realidad te traje las flores porque estaban en barata y pensé que las necesitarías para adornar la mesa en la cena de esta noche; además creí que debía demostrarte de alguna manera que sí me acordé del aniversario, pero en fin, no es para tanto….” ¿Qué respondería la mujer? (si es que tiene fuerzas para responder y no le han vencido las ganas de hacer algo desagradable con esas flores….): “Lo que me interesa eres tú, tu corazón, tu amor, no tus cumplidos.”
El corazón es el espacio de la verdad, donde está escrito lo que somos.
“El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo "me adentro"). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza.” (Catecismo n 2563)
Dios ve nuestro corazón tal cual es y tal cual se encuentra en cada momento. “Es el corazón el que ora. Si éste está alejado de Dios, la expresión de la oración es vana.” (Catecismo n 2562)
Así se explica por qué a veces rezamos con tedio y desgana nuestras oraciones: están vacías de contenido, no brotan de un corazón que ama. Y aquí está también el motivo por el cual nuestra vida de oración debe estar fundada e inspirada en la verdad de lo que somos y de lo que Dios es, y no limitarse a un conjunto de compromisos que cumplimos sólo exteriormente, como actos vacíos de sentido, sin alma.
Importa el qué, el cómo, el cuándo y el cuánto en la vida de oración, pero sobre todo importa la sinceridad y autenticidad de nuestra comunicación y relación personal con Dios. Una vida de oración desde el corazón lleva a una gran libertad interior.
Una relación sincera, personal y auténtica con Dios, desde la verdad que Él es y la verdad que nosotros somos, lleva a la plenitud de vida. Plenitud que luego desborda en obras de caridad: “Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe. Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta”. (St 2,18 y 26)
Propongo una pregunta que tal vez quieras hacerte y hacer a Cristo Eucaristía en este día: ¿Cómo puedo ser una copa llena que, una vez llena, desborda y comparte su riqueza?
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